El arte de saber elegir el complemento adecuado

Me considero sobria en el vestir —que no es sinónimo de anticuada—. Bueno… No siempre. Con cierta frecuencia suelo renovar mi armario con ropa heredada de mis hijos e hijas, nietos y nietas (incluyendo entre hijos e hijas a nueras y yernos: como está mandado). Y hasta es posible que haya heredado algo de mi nieto político… Aunque lo veo difícil, a no ser que la pieza en cuestión haya encogido a fuerza de lavados…

Pues sí. A cuenta de las herencias textiles gasto muy poco en vestirme, ya que hago cambio de vestuario antes de entregar el lote de ropa en alguna Asociación Benéfica. Pero no seáis mal pensados… No se trata de tacañería. Qué va. El dinero ahorrado lo dedico al apadrinamiento de un niño o cosas por el estilo. Es la única manera de hacerlo con mi sueldo de jubilada.

Y después de tanto preámbulo (no sé a santo de qué) va siendo hora de que os cuente lo que realmente quería contar.

Era domingo. Un maravilloso día soleado, cuando la sequía todavía no había comenzado a hacer mella. Decidí ir a misa con mis mejores galas. Ello no quiere decir que normalmente vaya hecha un adefesio. Tampoco es eso. Discretita, eso sí.

Unos minutos antes de salir de casa me acerqué al ordenador a comprobar la temperatura que hacía en la calle, con el fin de atinar en la elección de chaqueta: ¿de verano o de entretiempo? La predicción era calor, así que decidí ir a cuerpo gentil con mi elegante vestido.

Cuando me disponía a apagar el ordenador me di cuenta de la hora. Y, como no me hace pizca de gracia que algún señor galante —de los que todavía quedan— y algo cascado me ceda su asiento, salí de casa a la carrera.

Durante la misa cantó un coro de jubilados que daba gloria escucharlos. Todo fue bien hasta el momento de desearnos la Paz. A partir de ahí se organizó un revuelo de campeonato: la mayoría de los asistentes querían expresar sus buenos deseos no sólo a las personas que tenían a su lado sino a las del banco completo. Y a las del banco de delante y las del banco de atrás…

Andábamos en esas cuando, al girar hacia el señor situado a mi izquierda, noté que algo suave me rozaba el pómulo. Eché la mano a la cara para rascarme porque, lo que fuese, me hacía cosquillas. No supe si echarme a reír o a llorar: con las prisas me había dejado puestas las viejas gafas que utilizo para el ordenador. Son unas gafas que no tienen arreglo posible, pero con las que mejor veo. Para sujetar las patillas sueltas les enrollo una buena cantidad de Celo. Pero el Celo va cediendo y la patilla se va deslizando hasta separarse de la gafa. Y es lo que ocurrió. Si sólo fuese eso… Hacía unos días que una de las patillas había desaparecido y, a falta de algo mejor, la sustituí por una alargadera de Celo que me rodeaba la oreja.

Y de esa guisa asistí a la mayor parte de la misa. ¿Qué pensarían los que me vieron? Sólo con recordarlo me entra la gran carcajada. Y es que si no nos tomamos las cosas a chirigota…, ¡aviados estamos!

11 comentarios en “El arte de saber elegir el complemento adecuado

  1. Ja, ja, qué bueno. Ya el título y la foto prometían, y no me has defraudado. Estoy con Carmen, si se lleva con estilo, ningún complemento es cutre.
    Por cierto, mucha de mi ropa me la compra mi madre, todo muy bueno y barato 😉 Le doy pena que yo no me compro casi nada pero tampoco es tacañería, es dejadez y pereza de ir de compras…
    ¡Un besote y buen fin de semana!

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  2. Te digo lo que a Disaster: todavía no he visto a alguien con el mismo modelo de gafas.
    Es posible que el quid de la cuestión (el apropiarme ropa del lote) se deba también a lo poquísimo que -como a ti- me gusta ir de compras y, sobre todo, probarme ropa. Las únicas tiendas que frecuento sin problema son las de comestibles.
    Gracias por leerme y un brazo grandote.

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  3. Querida Mari Carmen ; lo tuyo ya es «patente de corso» no sabes lo que me he reído al leer tu nuevo despiste, 😂😂 acompañado de las gafas «amomiadas». Me refiero a todos esos vendajes que lucen ambas patillas. Has acertado con la foto. Al verla e imaginarme la cara que pondrían los que te entregaban la paz de Dios con sonrisa maligna, me produce una hilaridad que Dios me aparte del monje de «El nombre de la rosa». Te quiero, guapa, eres muy grande.
    Besiños palmeirans.
    P.S. Estoy escribiendo desde el móvil y apenas veo las letras. Perdón por los errores cometidos que seguro los habrá

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  4. No he captado ningún error y para mí sería una proeza contestar desde el móvil.
    Lo raro es que, a pesar de lo original de las gafas, nadie hiciese el más mínimo gesto de extrañeza. En general no eran personas conocidas y tal vez me hayan tomado por una chalada… Tampoco era cuestión de estar dando explicaciones, pero al menos me vieron un rato sin gafas.
    Yo también te quiero y te agradezco tus bonitos comentarios. Pero con los años se encoge…
    Biquiños.

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  5. La mera realidad suministra todo tipo de anécdotas e historias divertidas, sustanciosas, didácticas… Sólo hay que saber contarlas con la eficacia expresiva y el sentido del humor que has puesto en este texto. Por cierto, el preámbulo predispone favorablemente al lector. O sea, que es necesario. Saludos cordiales.

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    • Muchas gracias, Antonio, por tu inmerecido comentario. Pero es bien cierto que la realidad supera la ficción en multitud casos, aunque muchas veces no te atrevas a contarlos por temor a que alguien se dé por aludido. De ficción es la sequía que estamos sufriendo en Madrid que, si la añadimos a
      la calefacción a todo trapo, ya ni te cuento… A falta de un humidificador -es posible que haya alguno en el trastero- he colocado a mi lado una tina con agua hirviendo. De algo valdrá, espero. Un saludo.

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  6. Eso parecía, a juzgar por las expresiones de las personas de mi alrededor. Aunque creo más bien que me tomaron por una pirada. Si fuesen conocidos, me dirían enseguida: «Carmen…, seguro que ni te has enterado de las gafas que llevas puestas» . Empiezo a dudar si son despistes o aquello de «el qué mucho abarca». Agradezco tu amable comentario. Un abrazo.

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