Sobre la vejez

Esperando turno para cortarme el pelo, eché mano de una revista que hablaba del envejecimiento sugiriendo algunas pautas a seguir con objeto de retardar esa etapa de la vida, consejos que no acabaron de convencerme. Al instante recordé a una vecina de mi madre -andaluza con el gracejo propio de esa región- que al referirse a ese período vital, siempre decía: “Lo que importa es ‘envejeser con elegansia‘».

Servidora, que entró hace años en la fase que se suele considerar vejez  -no sé si con elegancia o con desgarbo-, nota una paz interior  que nunca había sentido. La naturaleza es sabia y el cuerpo y la mente se van adaptando a las nuevas circunstancias, sin renunciar a aquello que puedes hacer hasta donde los pequeños achaques (o no tan pequeños, considerando  el talante de cada cual) te dejan e incluso yendo un poco más allá.

Nunca es tarde para comenzar a practicar un estado de vida saludable. Para ello no son necesarios grandes conocimientos médicos, sino adoptar unos sencillos hábitos: una alimentación sana, actividad física adecuada, uso moderado o nulo de medicamentos que no sean  imprescindibles, son algunas pautas que pueden ayudar a prolongar años con calidad de vida. Hoy, por suerte, los centros de ocio para mayores se extienden por toda la geografía española y las charlas y coloquios sobre estos y otros temas están a la orden del día, casi siempre gracias a personas jubiladas voluntarias  que aportan sus conocimientos de forma desinteresada.

Con los años es bueno renovar las ilusiones, ampliar las amistades, hacer planes a corto plazo que nos mantengan activos y nos hagan salir de la rutina. Hay demasiados tópicos, mitos y estereotipos sobre la vejez. Envejecer es madurar y crecer, aunque a veces nos fallen un poco las fuerzas. Por ello es importante marcarnos metas que podamos alcanzar. La vida tiene sentido cuando puedes dar sentido a tu vida y para mí eso significa sentirte feliz contigo mismo y poder compartir esa felicidad con los demás: me admiran las personas con limitaciones a las que todavía les quedan algo positivo que aportar. Cada uno es único e irrepetible y siempre tiene en su haber vivencias que pueden servir de ayuda a otros.  (Y no me refiero a casos de superación tan evidentes como los de Esther Villa, Albert Espinosa…, por citar a personajes actuales).

Me estoy pasado del espacio que me había marcado, ahora que empezaba a recordar situaciones que podían encajar muy bien aquí: “tertulia generacional”, podría ser una. Por no hacerme pesada lo dejo para la siguiente entrada.

Quiero acabar expresando que no es necesario ni obligatorio estar siempre en compañía: la socialización debemos combinarla con momentos de soledad que podamos dedicar a convivir con nosotros mismos,  con nuestro mundo interior.

Seamos agradecidos

A raíz de la pandemia comencé a oír la misa del domingo en el televisor. Como prefiero lo sencillo, solía escucharla en la “2ª Cadena”, porque se emitía desde alguna iglesia rural o parroquia de la capital.

Al ir levantándose la veda del Covid, siempre que puedo, los domingos oigo misa de una en la iglesia de los Padres Carmelitas de Arturo Soria, en la que canta un coro integrado por aficionados de edad avanzada. Es una delicia escuchar su variado repertorio y de agradecer que al final de la misa nos deleiten con alguna bonita canción. Y si un miembro  del coro celebra su cumpleaños, entonan el cumpleaños feliz.

Pero me crispa que, al finalizar la misa, somos muy pocas las personas que nos quedamos escuchándolos. La mayoría de los asistentes comienza a desfilar casi antes de que  el oficiante abandone el altar.

Considero la actitud de estas personas una falta de delicadeza y de respeto hacia los integrantes de una coral de jubilados que, sin la menor duda, tienen que dedicar  muchas horas a ensayar para lograr un ensamblaje tan perfecto. El domingo pasado cantaron durante la misa el “Alleluya” de Haendel, “El alfarero” de Francisco Palazón  y un precioso espiritual negro. Al terminar la misa, nos regalaron una canción con la que me gustaría ilustrar mi comentario, pero no sé hacerlo.

Es posible que en otra ocasión haya hecho algún comentario sobre el tema. No lo tengo claro. Pero, aunque así fuese, como nada ha cambiado, valga éste de recordatorio 

Cuesta tan poco ser agradecido…

Calatañazor: un pequeño paraíso

Como es costumbre al llegar la Semana Santa, me voy con alguno de mis hijos a conocer lugares de la sierra Madrileña y comarcas limítrofes, costumbre que como otras muchas habíamos dejado aparcadas al comienzo de la pandemia.

Cuando me llamó mi hija para preguntarme si me apuntaba, teniendo en cuenta que había que había de hacer frente a empinadas cuestas y senderos angostos y una de mis piernas  acababa de sufrir un tirón muscular o algo por el estilo, le contesté que me lo pensaría.

-Pero que sea pronto –dijo-: ten en cuenta que estos días hay mucho movimiento turístico.

-¿Hacia dónde pensáis tirar este año?

-A Calatañazor, en la provincia de Soria.

Sólo con oír aquel nombre, los recuerdos se apelotonaron en mi cabeza. De nuevo doña Juanita y sus anécdotas: “En la batalla de Calatañazor, Almanzor perdió el tambor”.

-Contad conmigo; si es necesario, con bastón.

Lo del bastón era sólo una expresión, pues no sabría utilizarlo. Tampoco fue necesario. Lo cierto es que mi sistema locomotor funcionó como nunca lo hubiese imaginado, al tiempo que mi móvil iba dejando constancia de que lo que digo es cierto: “A las montañas subí, los cañones pateé, visité torres y almenas, ermitas y catedrales y con poetas me senté”.

He de añadir que, al llegar a Soria, nada más encontrarme con las esculturas de Antonio Machado y de su esposa Leonor Izquierdo, me acordé de mi amiga Magdalena, gran admiradora del poeta que tan bien supo narrar los campos de Castilla. Hasta tiene escrito un precioso cuento inspirado en el amor que el poeta profesaba a Leonor, cuento que merece ser  publicado, lo mismo que otras bonitas y didácticas narraciones. Resultaría una interesante antología.

Pero no quedó aquí la cosa: siguiendo nuestro recorrido por las calles de Soria nos topamos también con una imagen de Gerardo Diego (no podía ser menos), un  poeta de la “Generación del 27” que me encanta. Hasta tengo memorizado desde muy jovencita su “Romance del Río Duero”.

Lo dejo aquí, ya que una imagen expresa más que un montón de palabras. He tratado de elegir las que creo más elocuentes, aunque la realidad supera con creces al resultado de la cámara (o del móvil).

A todo aquel que esté pensando en hacerse una escapadita por la piel de toro le sugiero que considere la posibilidad de visitar este apacible pueblo instalado entre impresionante buitreras.

Un sonoro beso

Aunque a partir de la pandemia  los  Reyes  no son lo que fueron, como ocurre con otras muchas reuniones familiares, parece que poco a poco se van recuperando las tradiciones y las familias vuelven a juntarse.

Pero ya nada es como era: no está la abuela “Bisa” con el candor que sus muchos años le otorgaban convirtiéndola en un niño más; los chavales van creciendo y ya no tiene sentido escribir la carta a los Reyes Magos o dejar la bandeja con agua y alimento para las cabalgaduras, ni colgar globos y serpentinas pegados al techo con papel celo o dejar chucherías junto a los regalos, y otros pequeños detalles.

A pesar de todo, este año retomamos algunas viejas costumbres, como la de reunirse en casa de la abuela (“Bisa”, desde que mi madre me cedió su jerarquía, al ascender ella a la de tatarabuela:”Tata”) la mañana de Reyes a tomar roscón, al tiempo que se repartían los regalos, aunque  sin la parafernalia de años anteriores con exposición de presentes y profusión de adornos. Lo cierto es que resultó una mañana entrañable que, quiéralo o no, recuerdo cada día.

Veréis: tengo una nieta tremendamente  efusiva en sus muestras de cariño  y, al recibir su regalo, me plantó tan sonoro beso  que,  al torcer  yo  un poco la cara  -por aquello de algún posible contagio-, el beso fue a parar de lleno a mi oído cual sonoro aldabonazo.

Con el paso de las horas aquel beso se transformó en un extraño concierto  de diferentes tonalidades: si soy yo la que habla,  noto un cruce de interferencias telefónicas dentro de mi oído; si habla otro, la voz suena distorsionada; otras veces me figuro escuchar el  rumor del mar,  como cuando de pequeños acercábamos una caracola al oído… Lo peor es cuando tengo hipo: en cada espasmo parece como si el martillo atizase con rabia al yunque. De esto hace ya la friolera de tres meses…

Se dice que la naturaleza es sabia y a todo se acomoda.  Debe de ser cierto.  Lo primero que comprobé, después del sonoro ósculo, es si había perdido audición… Mi oído seguía intacto. Eso me tranquilizó. Lo cierto es que procuro visitar al médico lo justito y por pura necesidad, así que estoy a la espera de que el tiempo solucione el resto.

De todos modos: si alguien que eche un vistazo a lo que escribo conoce algún remedio casero que pueda aliviar mi pequeño mal, no desdeñaría  su aplicación.

La última respuesta

Hace unos días una compañera del taller de literatura al que asisto, subió al wassap colectivo una de las cartas que dejó escritas el físico alemán de procedencia judía, Albert Einstein.

Nada más comenzar la lectura de la carta quedé admirada de que su argumentación coincidiese plenamente con mi manera de pensar en cuanto a lo que él considera la  Última Respuesta; a pesar de que mi argumentación no se basa en fórmulas físicas de las que no tengo idea, pero sí en lo que la vida me va mostrando y demostrando. Hasta creo que, en el desaparecido Café Barbantia, hice alusión a ello en alguna ocasión, por lo menos, si mi memoria no falla, como respuesta a uno de los magníficos trabajos de José Ricardo Losada. En aquella ocasión me figuro que trataba de la existencia de Dios.

Debo añadir que, algunos días después de escribir esta entrada, he sabido que es muy probable que esta carta atribuida a Einstein sea apócrifa. De cualquier forma he querido compartirla porque transmite mis propias convicciones, con independencia de su autoría.

De lo que estoy segura es de que en los próximos días dedicaré algún tiempo a leer la biografía (espero que fiel) de Einstein -cuya vida está repleta de claroscuros- al que, por lo que veo, se le atribuye la autoría de demasiadas cosas.

Nano

El otro día, buscando entre las fotos antiguas una específica que pudiese ilustrar mi última entrada, a cambio, encontré las que completan lo que les quiero contar.

Nano… Un perro callejero, como la mayoría de los que traían mis hijos a casa. Aunque  también hubo alguno con pedigrí: ocho experiencias dan para mucho.

Sin lugar a duda, de todos los perros que pasaron por casa, Nano fue el que dejó más huella, por multitud de motivos, uno de ellos: su nobleza. Pero Nano, un cruce de pastor alemán y algún “can de palleiro”, padecía una enfermedad que mis hijos me ocultaron y que es posible desconociesen cuando lo trajeron a casa siendo un cachorrillo.

Por aquellas fechas mi hijo pequeño, que estudiaba último curso de bachiller, tenía un examen importante al terminar los Carnavales -o lo que dieron en llamar Semana Blanca- y se fue a estudiar a casa de un compañero de colegio. Los demás hijos, por diversas razones, tampoco se encontraban en casa.

Era sábado. Al día siguiente vendrían  a comer mi hija casada, su marido y algún que otro agregado, como era costumbre los días festivos. Para la ocasión, asé un par de rabillos de ternera, puesto que, además de más jugosos, resultaban más baratos que el acostumbrado redondo.

Mientras cocinaba puse la lavadora con una tanda de ropa oscura -que era la más necesaria y se secaba muy bien con el calor de los radiadores, al tiempo que humedecía el ambiente- dejando en la cocina, junto a la lavadora, el cestón con la ropa blanca para lavar al día siguiente. (Aunque las economías eran precarias entonces, no repercutían en el calor de los hogares como ocurre hoy que nos estamos quedando tiesos con tanta restricción).

Acabada la tarea me fui a la cama. Supongo que, cansada de trajinar, ni siquiera leí un poco antas de dormirme, como es mi costumbre.

No sé qué hora podría ser cuando me despertó aquel tremendo estruendo: un ruido de fuertes golpes a lo largo del pasillo, acompañado de un sonido metálico que me dejó paralizada en la cama sin atreverme siquiera a encender la luz o a descolgar el teléfono fijo que reposaba sobre la mesilla de noche. Tampoco podría decir el tiempo que permanecí en la misma postura, procurando no hacer el mínimo movimiento para que nadie se percatase de mi presencia. Tan grande era mi pánico que hasta me pareció sentir jadeos junto a la puerta de mi habitación. Ni un solo ladrido. Después reinó el silencio. No podría calcular el tiempo que duró mi angustia, pero me parecieron siglos.

Así las cosas, comenzó a amanecer entrando la claridad del día por la ventana con la persiana a medio bajar.

A pesar de no tenerlas todas conmigo, la luz y el silencio me infundieron la fuerza suficiente para investigar lo ocurrido: abrí lentamente la puerta de la habitación y nada extraño observé.  A lo largo del pasillo todo estaba en orden.

Estupefacta me asomé al cuarto de mi hijo y pude ver que dormía plácidamente y lo mismo el perro al lado de la cama.

-¿Qué es lo qué ha ocurrido?, Jose –repetí la pregunta a voz en grito.

Dando un bote, mi hijo murmuró:

-Eso mismo te pregunto… Llego a casa a las seis de la mañana, abro la puerta con el máximo cuidado para no despertarte, y me encuentro con un panorama dantesco: a lo largo del pasillo una serie de sábanas manchadas de algo que en un  principio creí que se trataba de sangre, un cestón atravesado, una tartera con restos de comida…, cayendo ponto en la cuenta de que todo ello había sido obra de Nano. Y es que sólo a ti se te ocurre dejar la carne a su alcance.

-¡Pero si siempre la dejé ahí y nunca sucedió nada…!

-Pues esta vez ha ocurrido.

-¿Y cómo está todo tan ordenado?- pregunté incrédula.

Ya ves… Entorné la puerta de tu habitación y, al ver que dormías, decidí colocar cada cosa en su sitio, no fueses a llevarte un soponcio al encontrarte con todo aquello al despertar.

– Que dormía te lo has creído tú. Lo que estaba era aterrada, sin mover un músculo. No comprendo cómo a un perro tan pacífico como Nano le pudo haber entrado ese ataque de furia descontrolada.

– No ha sido furia, mamá. Nano continúa siendo un bendito. Lo que ocurre es que de tarde en tarde sufre ataques epilépticos que no son peligrosos para las personas, pero sí  muy aparatosos. Creíamos tenerlo controlado, pero parece que no es así.  

Después de lo ocurrido comenzamos a deliberar qué podíamos hacer con Nano, puesto que pasaba la mayor parte del tiempo conmigo o solo en casa y el hecho de sacarlo a pasear todos los días comenzaba a notarlo mi osamenta.

Mi hija Eva tenía gran amistad con una compañera de colegio y universidad de la que su padre era ganadero, con una casa rodeada de gran extensión de terreno. La chiquilla le aseguró que el perro sería feliz en tanto espacio abierto y una serie de animales con los que pronto haría migas. Además, ella y Nano  se conocían por haber veraneado un año con nosotros.

Y así sucedió. Lo acompañaron mis hijos hasta el pueblo y vinieron encantados de lo pronto que se adaptó. Los que no estaban tan entusiasmados eran los ovejeros del lugar ya que, por lo visto, el pacífico Nano se convirtió en el terror de las ovejas desbaratando los rebaños.

A pesar de quedar liberada del cuidado del perro, noté su vacío.  Y continúo recordándolo, mucho más al ver las fotos.

Triste invierno

Con cuánta ilusión esperaba el invierno…! Pero un invierno de los de antes, de los de salir a la calle con gorro, bufanda y guantes… Guantes que guardaba en el maletero desde tiempo inmemorial. Diecisiete guantes distintos -de la misma mano -la izquierda- que iba metiendo en una bolsa al irse quedando sin pareja.

Y por fin llegó el tan ansiado invierno… Mi corazón rebosaba alegría, porque soy de las de “cada cousa no seu tempo”, como pensábamos y decíamos en mi pueblo.

Eso creía yo… Pero con el frío llegaron los inconvenientes: reuniones aceleradas de vecinos en busca del mejor modo de calentar nuestras viviendas sin elevar todavía más el presupuesto comunitario, ya sobrepasado con la carestía de vida motivada por el desbarajuste que estamos viviendo, del cual, parece ser, tienen la culpa el Covid y la guerra de Ucrania…

Para completar, la Tierra tiembla y destruye una porción del Cercano Oriente, sin necesidad de tanques, aviones o misiles, sin que haga mella en los insensibles corazones de los señores de la guerra bien atrincherados en sus lujosas mansiones construidas en zonas protegidas de los efectos de elementos devastadores. Menos mal que todavía queda gente con valentía y nobles sentimientos que se brinda a prestar ayuda altruista, aun con peligro de su vida. Y no sólo lo que nos muestra la tele: infinidad de personas anónimas contribuyen de muchas maneras a paliar en lo posible tan terrible drama humano.

Lo malo es que, después de rebuscar en los armarios y hacer acopio de prendas que pudiesen ser útiles a quienes lo perdieron todo, me dice mi hija que no desperdicie el tiempo en embalajes, pues le han asegurado personas dignas de crédito que poco o nada de lo que se manda llega a su destino, quedando almacenado por el camino. Que lo más efectivo resulta enviar lo que cada uno buenamente pueda -en dinero contante, es de suponer- a través de una organización humanitaria de fiar. (Hago esta observación porque, tiempo atrás, sucedió que una asociación benéfica (se suponía) con la que tenía un niño apadrinado desde hacía la tira de años, desviaba el dinero recaudado para realizar obras en provecho propio. No dejé de apadrinar, pero cambié de oenegé).

Así que: si no podemos enviar la ropa que tenemos acumulada desde años en el armario, ingeniémonoslas  para combinarla de la mejor manera y que luzca como nueva. Yo vengo practicándolo desde hace años y, con lo que ahorro, trato de echar una mano al que más lo necesita.

Y, mira por dónde: esta mañana, a la salida de misa, sentí que alguien tras de mí casi voceaba: “Señora elegante…, señora elegante…”. Me volví curiosa. Era una vecina. Creo que lo decía convencida.

La ruleta de la suerte

Hace unos días, viendo en la tele “La ruleta de la suerte” -programa que coincide con mi horario de comida- uno de los paneles, que suelo resolver casi de inmediato con unas pocas letras y no concibo cómo le puede resultar tan difícil a la mayor parte de los concursante, me trajo a la memoria un incidente que me sucedió en el Hotel “Palas” (Palace), lugar en el que me ocurrieron más de un percance.

Se celebraba un desfile de moda en el citado Hotel en el que tomaba parte una de mis hijas, así que me dispuse a ir a verla con mis mejores galas.

Ya dentro del hotel, observé que había bastante gente en el vestíbulo con actitud expectante, y allí me quedé plantada pendiente de los acontecimientos.

Al cabo de un rato apareció una pareja de novios a la que todos aplaudieron. Me sumé a los aplausos. Mi hija no me había indicado la temática del pase de moda, pero los dos novios enlazados por la cintura me parecieron un original broche de oro para un desfile que, sin duda, debía versar sobre vestidos de novia. Me extrañó llegar a las postrimerías del evento cuando creía que lo hacía con tiempo de sobra, pero -dado mi proverbial despiste, del que ya he dado pruebas en otras entradas de este blog- lo achaqué a que había confundido la hora y lamenté que mi mala cabeza me hubiera impedido ver a mi hija luciendo palmito en la pasarela.

En estas andaba, cuando se acercó a mí una señora de mi edad, más o menos, que me preguntó si podía quedarse conmigo, pues se encontraba sola. Le respondí que me sentiría encantada, ya que a mí me ocurría lo mismo.

-¿Tú que vienes…, por parte del novio o de la novia? -me preguntó.

-Vengo por parte de mi hija -contesté sin entender la pregunta.

A todo esto la gente comenzó a desfilar tras la pareja -entre ella mi recién adquirida amiga y yo- hacia un salón repleto de mesas. Aunque debo confesar que durante algunos instantes seguí convencida de que todo aquello era parte del desfile de moda -originalísimo, sin duda-, aquellas mesas engalanadas de blanco me hicieron recapacitar recordando la boda de un primo de mis hijos a la que había asistido en otro hotel hacía escaso tiempo.

Al darme cuenta de mi metedura de pata, puse a mi recién amiga al tanto de lo que me estaba temiendo. Aun así, ella insistía en que me quedase; pero le dije que en las bodas solía estar colocado el nombre de cada invitado y sería una vergüenza que el mío no apareciese. Además estaba el desfile de mi hija y en aquella época no existían los móviles para ponerla al corriente de mis andanzas.

Me despedí de mi flamante amiga e indagué qué estaba ocurriendo  con el pase de modelos… Algo muy sencillo: se estaba celebrando en otra sala. Se trataba de una colección de ropa para la nieve. Solo eché en falta que una pareja de esquiadores, con sendos esquíes y enlazados por la cintura, no hubiese cerrado el evento: me habría parecido el colmo de la originalidad.

Y ya que he dado comienzo a esta entrada mentando el concurso “La Ruleta de la Suerte”, me gustaría indagar por qué a esta competición  sólo asiste gente muy joven, ni siquiera de mediana edad. Será porque la arruga no es bella, por mucho que Adolfo Domínguez, mi paisano, opine lo contrario… Pero, en este caso, no se trata de un concurso da belleza sino de razonamiento y, en cuanto a discurrir, me parece que en algunas materias llevamos ventaja los más viejos.

Una crítica pendiente

Ayer, después de más de tres años en no pisar el centro de Madrid –al menos tomando el autobús, mi medio de locomoción más utilizado antes de la pandemia- se me ocurrió acercarme a una librería importante en busca de un libro que quería regalar a la monitora del grupo de literatura al que asisto, una persona encantadora con una tremenda carga de humanidad, además de poseer una extensa cultura literaria que comparte con el grupo.

Al comenzar el curso, lo primero que se hace es dividir la clase en secciones de tres o cuatro componentes -según la asistencia, ya que a causa del Covid se redujo el número de admitidos- que eligen y presentan al autor o autora que van a desarrollar.

El primer grupo al que correspondió por sorteo presentar su trabajo, eligió a la escritora  madrileña Almudena Grandes, autora de la que sólo leí un libro: “Castillos de cartón”, novela que cayó en mis manos por pura casualidad y que  dejó mi espíritu confuso, puesto que la leí en la etapa de la movida, de la droga, del abandono de la casa paterna por los adolescentes…; y mis hijos -nada menos que cinco-, por aquel entonces oscilaban entre los 13 y los 17 años.

Viéndola desde la perspectiva actual, pienso que se podría considerar una novela realista, pero su alto  grado de erotismo, para el que no estaba preparada, hizo que no volviese a leer una obra más de esta escritora.

Comentando en clase mi postura ante lo poco que conocía  de Almudena Grandes, pude observar que la profesora, lectora pertinaz y poseedora de una copiosa biblioteca, tampoco se había interesado demasiado por la obra de la escritora y apenas contaba con libros de que echar mano.

En ese momento se me ocurrió una idea: compraría en la librería de mi barrio el libro que tanto habían ensalzado en la clase algunas compañeras, “Las tres bodas de Manolita”, y se lo regalaría a la profe con una dedicatoria. Me apetecía muchísimo hacerlo.

Por desgracia, en la biblioteca de mi barrio no disponían del libro: podrían lograr el de bolsillo (no sé por qué le llaman de bolsillo si con sus 766 páginas resulta un “tocho” monumental) en un parde días y el convencional en una semana, porque se estaba haciendo inventario, según me explicaron.

Decidí buscar el libro por otros pagos y con esa intención tomé el autobús. ¡Menuda odisea para una persona de mi edad…!: hora punta en la que el autobús iba recogiendo niños de diversas edades de los muchos colegios y guarderías ubicados a lo largo del recorrido, con el consabido griterío acompañado de lloros. Y yo que pensaba dedicarme a la lectura, como suelo hacer en los trayectos largos. Bastante trabajo tenía con procurar escurrir el bulto de posibles zonas de contagio. Porque esa es otra: con la mascarilla obligatoria, gafas y gorro ¡a ver quién te calcula los años que tienes! Y los asientos dedicados a personas de mi edad los ocupan mamás o cuidadoras jóvenes, pero con niños.

Y como no se puede hacer una crítica apropiada de un escritor, con la lectura de un solo libro: procuraré agenciarme algún otro y ponerme al día. Lo malo de la historia es que casi todos los ejemplares sobrepasan las 700 páginas y mis neuronas ya no están para tanto trote.

Queridos Reyes…

Comentaba en mi anterior entrada que en la etapa de mi niñez sólo los más pequeños recibían regalos de Reyes. Pero los que no gozábamos de una fortuna saneada, teníamos poco para elegir: una pepona de cartón; unos cacharritos de cocina; unos recortables, que solían ser muñecas con trajes variados; un cuento de Celia y Cuchifritín; un rompecabezas y alguna chuchería. Lo que nunca solía faltar era algo de ropa. Las Mariquitas Pérez, las casas de muñecas, los tiovivos de hojalata con cuerda… estaban reservados para los niños con papás adinerados. Sin embargo, mi madre siempre se las ingenió para que nuestros Reyes estuviesen a la altura.

Tal vez porque, a causa de la edad, pudiera ser el último año en el que mi hermana (cuatro años y medio más joven que yo) no diese al traste con su inocencia sobre la existencia de los Reyes Magos, mi madre y yo aquel año decidimos volcarnos, aunque nos costase varias noches de vela.

Un vecino, magnífico carpintero, armó un artilugio de madera (una verdadera obra de arte) con  cuatro patas provistas de ruedas en el que mi madre pudo acoplar un pequeño serón que encontró en una cestería. Al carrito lo vistió con un vistoso volante, que dejaba al descubierto parte de las patas, además de una especie de mosquitero de la misma tela para el que colocó un soporte el carpintero.

Para rellenar el serón, mi madre confeccionó un pequeño colchón con su almohada, sábanas y colcha, todo ello de pura artesanía.

Faltaba la muñeca… Con ese cometido nos fuimos a Santiago. Allí pudimos adquirir la cabeza y manos de una muñeca de porcelana. El resto del cuerpo lo armó mi madre de trapo y también la ropita para vestirlo. Puesto que desde niña se me dio muy bien la calceta (por algo mis compañeros de trabajo me llamaban “la tricotosa”), a mí me tocó confeccionar el jubón, el gorro y los patucos.

Y llegó la noche de Reyes…  Más bien la madrugada, porque para esa noche dejamos los últimos retoques que se prolongaron hasta el amanecer. Al acabar, fuimos a la sala a colocar, en lugar preferente, el  cochecito primoroso que nos había robado tantas horas de sueño.

En una bandeja con agua y hierba para los camellos, según la costumbre, estaba la carta que había escrito mi hermana a los Reyes, en la que aparecía un añadido a manera de postdata, me figuro que con las correspondientes faltas de ortografía:

“Mamá, ponme la muñeca, ¡por favor!”

Y como los buenos deseos nunca sobran, ¡felices fiestas a todos una vez más!

Navidad 2022

La Navidad es tiempo de acción… Pero de poco vale esa acción  -la de involucrarse en echar de alguna forma  una mano a  los más desprotegidos, porque la euforia y el despilfarro de las fiestas parece que lo reclaman- si no continúa a lo largo del año, si no sentimos que Dios (o la conciencia de cada uno) nos lo sigue pidiendo.

Hay muchas maneras de prestar servicio a los demás, si nos interesamos en buscarlas.  Si  no podemos hacer  otra cosa, procuremos llevar un mensaje de esperanza a los que más lo necesitan, de estar dispuestos a dar algo de nosotros mismos en favor de los demás.  En vez de enterrarlos, usemos  de la mejor manera los talentos que nos han sido otorgados.

Soy consciente de que año tras año repito la misma cantilena, pero es lo único que se me ocurre, puesto que nada cambia de una Navidad a otra. «No se trata de buscar pobres de solemnidad y con tarjeta”, me dijo en una ocasión, medio en broma, una compañera cuando puntualicé que el dinero que había logrado reunir vendiendo repostería casera  (con la cooperación de madres y alumnos)  me gustaría que llegase a alguien que lo necesitase de verdad. Porque lo cierto es que, cuando veo esas bolsas de ropa tiradas por la calle sin ningún miramiento, tras rebuscar dos o tres prendas de marca, me pregunto si tenemos claro el concepto de necesidad.

En el párrafo anterior  doy  por hecho que de una Navidad a otra nada cambia. Pero no siempre fue así. Si me remonto a las Navidades de mi infancia (metidos  de lleno en una posguerra, sin habernos recuperado siquiera de la anterior), con lo más que podíamos contar en la cena navideña era con media tableta de turrón blando, y otro tanto del duro, a repartir entre toda la familia. Lo que no solía faltar eran los higos, pasas y peladillas.  Poco  más. ¡Ah, sí!: recuerdo el pan de higo, que posiblemente fuese el sucedáneo  del mazapán de hoy.

Se me olvidaba el menú: plato único que consistía en coliflor con bacalao. Menos mal que mi abuela era una magnífica cocinera y esa noche se esmeraba en ponerle un toque especial,  ya que el bacalao entraba en el menú diario por resultar un pescado bastante barato (hoy nadie lo diría). El pollo, criado en casa, se reservaba para la comida de Navidad, además de la sopa hecha con los menudillos del pollo; las patas, que quemábamos  para poder arrancarle la piel dura y las uñas;  unos huesos de vaca y alguno de cerdo.

Por aquel entonces los Reyes Magos sólo dejaban regalos a los niños que aún creían en ellos.  Los que, por edad, habíamos cruzado esa línea nos contentábamos con la alegría de los más pequeños.  Y tan felices.

Es curioso que las fiestas navideñas, sea cual sea la profesión de fe de cada país, se celebren en todo el mundo en la misma fecha, no importa que caigan chuzos o abrase el sol. Todavía tengo presente las treguas navideñas durante  algunas  guerras, aunque  de poco hayan servido.

Pero de eso hablaré otro día. Ahora es hora de acostarse.

¡Felices fiestas a todos!

Ganando Barlovento

La escuché no hace mucho, interpretada por una banda de pueblo, acabada la procesión en honor a la Virgen del Carmen (en Galicia cualquier fecha es buena para honrar a Nuestra Señora en las advocaciones marianas relacionadas con el mar).  Antes, el coro local cantó la Salve Marinera y a continuación la banda de música tocó  Ganando Barlovento.

Barlovento… Me cogió por sorpresa. Tal vez no sonase lo mismo que si la interpretase la Banda de Infantería dirigida por don Ramón Sáez de Adana -compositor  de  la citada marcha-, pero el oírla me causó una inmensa emoción consiguiendo  que desfilasen ante mí una serie de momentos vividos.

Don Ramón…: alto, flaco, de aspecto quijotesco, no sé si desfacedor de entuertos pero sí una excelente persona, siempre dispuesto a cooperar por  el bien de alumnos y colegio. Lo conocí cuando comencé a trabajar en el CHA, recién llegada a Madrid a los pocos días de enviudar: desempeñaba los cargos de profesor de música y director del coro de alumnos.

Me pregunto qué pudo notar en las voces de mis  tres hijos varones para que se los llevase de inmediato a formar parte del coro (en aquella época sólo tenían acceso al CHA los muchachos: a las niñas se las admitió años más tarde, resultando un tremendo problema pues me vi obligada a matricularlas en un colegio privado que estaba muy por encima de mis posibles, además de otros inconvenientes colaterales…).  Al principio protestaron, porque los ensayos los privaba de jugar en los recreos; pero pronto se vieron recompensados con algún viaje y otros agasajos con los que el profesor  procuraba que fuese premiado el orfeón infantil.

En mi fuero interno siempre tuve el sentimiento de que a don Ramón no se le tuvo en cuenta su valía ni se le otorgaron los honores merecidos. (Si lo mío no es más que una apreciación personal sin fundamento, pido perdón). Recuerdo que a la muerte de su esposa  -muerto ya don Ramón, si la memoria no me juega una mala pasada-  se celebró una misa de “corpore insepulto” en la capilla de la Policlínica en la que había fallecido.  Sobre la marcha se me ocurrió ponerme en contacto con el padre de un alumno, que tocaba en la Banda de Infantería,  y organizar  un pequeño coro con un grupo de escolares. No hubo tiempo de ensayo, por lo que no resultó precisamente un coro de ángeles,  pero voluntad y afecto no faltaron.

Precisamente hace unos  días vino a verme uno de mis  hijos  que, a sus cincuenta y muchos años, le dio por aprender piano y creo que, a pesar del poco tiempo que le permite su trabajo dedicar a la práctica del instrumento,  lo está cogiendo con tanto interés que día a día se ven los logros. Al preguntarle si la influencia de don Ramón había tenido algo que ver en su decisión tardía de aprender piano, cuando lo suyo no pasaba de aporrear una  guitarra electrónica, su respuesta fue inmediata: “¡Qué buena persona y qué gran profesor! Tenía que haberos  hecho caso a los dos”.

Porque también puse mi parte en procurar que mis hijos y nietos amasen la música y creo que lo estoy consiguiendo. No es que la adopten como profesión, pero siempre hay una ocasión para dedicarle, a pesar de que el momento actual no es  el más proclive a desarrollar ciertas actividades,  aunque sólo sea en reuniones familiares.

Soy amante de la música por tradición familiar.  Ante la imposibilidad de emitir una nota -a causa de una cuerda vocal parética y otros impedimentos- y sin posibilidades de dedicar  el tiempo necesario al dominio de un instrumento, me  conformo con escucharla al tiempo que buceo en la vida del autor tratando de ahondar en el momento anímico que le llevó a crear esa obra, sentimiento que traté en todo momento de transmitir a mis hijos y nietos. No concibo un mundo sin música, “ese idioma universal que todos entendemos”, como afirmaba  Verdi.

Por todo ello os animo a que hagáis  sonar el instrumento que sea. La propia voz, si creéis que no suena desastrosa y aun así…  Ahora ya no se canta por la calle, como antaño, y si a alguien se le ocurriese hacerlo, lo tomarían por loco o chiflado. ¡Qué pena!

Desconcierto

Esta tarde tenía pensado quedarme viendo en la tele el concurso «El Cazador»,  pero luego pensé que resultaría más saludable salir a comprar un par de cosillas, que necesitaba de la farmacia, y continuar dando un paseo por el parque. Eso es lo que hice.

A poco de comenzar mi andadura, y sin tener muy claro  qué dirección tomar, sentí un jolgorio de niños. Por la hora estaba claro que salían del colegio, así que decidí acercarme con una finalidad: dar a conocer los trabajos didácticos realizados en el gabinete de logopedia que dirige mi nieta. (Es increíble que la pandemia me aportase algo positivo: la mascarilla me ha permitido perder la timidez a relacionarme con ciertas personas, cosa que hoy hago sin necesidad de taparme la cara).

Al llegar a la puerta del colegio, lleno de mamás -y algún que otro papá- recogiendo a sus hijos, me acerqué a una madre que se mostró encantadora, ofreciéndose a divulgar mi petición entre sus conocidos ya que, además formaba parte del APA. (Creo que fue eso lo que me dijo, pues por muy bien que esta servidora lleve su pila de años, empieza a notar su peso en la memoria inmediata).

Después de charlar con esta mamá tan agradable, continué mi paseo sin detenerme con nadie. Había dado una larga caminata y comenzaba a anochecer cuando decidí torcer hacia casa por una calle lateral poco transitada.

Llamó mi atención una preciosa niña rubia, de unos seis años, que venía hacía mí con cara llorosa y un par de chorretones en los mofletes. Miré a un lado y otro de la calle y, al no ver alma viviente, me sentí desconcertada.

Le pregunté si se había perdido y creí entender que de su mamá. La cogí de la mano y traté de tranquilizarla diciéndole que un poquito más adelante había un pequeño parque con niños y mamás y que posiblemente allí encontrásemos a la suya. Pero la niña rechazaba cualquier propuesta que le hiciese, salvo la de permanecer a mi lado con su manita agarrada a la mía.

Por fin logré que me diese el número de su casa y, aunque notaba que no deseaba volver a ella, porque tiraba de mí en dirección contraria, resultó fácil encontrarla. Un alto muro rodeaba el edificio de tres o cuatro plantas.

Pulsé el primer botón y no respondió nadie. Tampoco en el segundo. La niña se ponía cada vez más nerviosa y no quería que llamase, posiblemente porque sabía que su madre no estaba en casa. Por fin, a la tercera llamada me respondió una voz de hombre. Le expliqué lo que ocurría y salió al portal de la finca a recoger a la niña. Me explicó que se trataba de una familia extranjera que todavía no dominaba nuestro idioma. La pequeña entró (creo que alguien la esperaba dentro) y, mientras yo intercambiaba unas palabras con ese vecino, apareció una joven que cruzó la entrada sin mediar palabra. El hombre me comentó que se trataba de la madre de la niña.

Y como una es genio y figura hasta la sepultura, antes de despedirme -un poco desconcertada por el comportamiento de madre e hija- aproveché para preguntarle al hombre si tenía hijos pequeños -lo que no era el caso- con la finalidad de mostrarle los trabajos didácticos realizados en el gabinete logopédico que dirige mi nieta. ¿O eso ya lo dije al principio? Ay, esta memoria inmediata mía…

Sordera transitoria

Las encuentras por todas partes: paseándose por la pantalla  del ordenador, en las páginas de un libro, en el sillón, entre las sábanas… Casi siempre se desplazan en solitario, aunque también suelen organizarse en grupitos de cuatro o cinco. Son tan diminutas -poco más grandes que el excremento de una mosca- que apenas las ves. Lo tremendo es que si has notado una vez  su hormigueo sobre la piel, ya no dejas de sentirlo. Y no digamos si te han clavado el aguijón, entonces te obsesionas  y no paras de rascarte y frotarte de manera desesperada.

Las hormigas comunes se desplazan en una larga hilera, fácil de localizar su origen, y con una buena rociada de insecticida las dejas fuera de combate,  aunque sientas remordimiento (a mí me ocurre, porque no comprendo que el pez grande se tenga que comer al chico por muy molesto que resulte).

Esta mañana, al abrir la ventana para aspirar la brisa del mar, sentí una sensación extraña: apenas percibía el graznido de las gaviotas que revoloteaban a poca distancia  ni el sonido del reloj de la iglesia dando las nueve… “Me estaré quedando sorda”-pensé-. Pero no puede ser, no se pierde el oído de la noche a la mañana”.

Me dirigí a la cocina a preparar el desayuno que, si hasta hace un par de años  lo disfrutaba con fruición, desde que descubrí que soy celíaca, lo tomo casi por pura necesidad: por mucho que intente disfrazar de mil formas esos sucedáneos que dieron en llamar pan sin gluten, no hay manera de tragarlos sin un enorme esfuerzo.

En ello estaba cuando comencé a darme verdadera cuenta de que mi sentido auditivo no carburaba. Traté de despejar los oídos  introduciendo en ellos los dedos meñiques… Y fue en ese instante cuando descubrí  la causa de mi sordera: la noche anterior, ante el temor de que alguna hormiguita despistada se introdujese en mi aparato auditivo, mi hija, que me llama siempre para desearme feliz sueño,  me recomendó que colocase tapones  y, al carecer de ellos, no se me ocurrió otra cosa que sustituirlos por unas bolitas de algodón, detalle que había olvidado por completo al levantarme.

El caso es que hoy no veo rastro de los diminutos insectos, pero continúo rascándome como si una marabunta de hormigas enanas hubiese sentado sus reales sobre  mi cuerpo.

Me retracto en lo que acabo de escribir sobre la desaparición de los condenados bichitos: en este preciso instante un par se pasea con el mayor descaro sobre lo que estoy escribiendo.

Está visto que ni la bendita lluvia que ha caído esta noche les ha hecho mella.

El arte de reciclar: bueno, bonito y barato

Echando una ojeada a este blog, al que acudo más bien poco, encontré un comentario de Luna Paniagua a “Cuento de Navidad”, publicado el 20 de diciembre de 2018. En el precioso comentario cita la frase de Pere Casaldágila: “No es que exista un mundo desarrollado y un mundo subdesarrollado, tenemos  sólo un mundo mal desarrollado”.

Lo malo es que, a pesar de todos los cataclismos que asuelan este mundo mal desarrollado, somos pocos los que hacemos un mínimo esfuerzo por mejorar las cosas. Parece como si en el tiempo de reclusión nos  hubiésemos dedicado a ejercitar la imaginación en busca de nuevos placeres, nuevas formas de invertir lo habido y por haber en cosas superfluas: el coche último modelo, tratando de emular al vecino  (sobre esta cuestión podría contar la anécdota de una de mis hijas que luce la misma furgoneta de obrero desde hace un montón de años. La compró para poder  trasladar al perro cómodamente en los desplazamientos largos. Hoy el perro no está, pero la furgoneta continúa desempeñando la función de trasladar a las personas. En el pueblo alguien me preguntó si no le daba vergüenza viajar en un coche de tan poca categoría sin meterlo siquiera en el garaje para pasar desapercibido… “Mientras siga pasando la ITV  -y parece que tiene cuerda para rato- tendremos furgoneta”, fue la respuesta de mi hija); la ropa de firma, para dejarla ocupando espacio, porque también las firmas pasan de moda, muchas veces antes que la ropa corriente, o venderla a bajo precio cuando te has cansado de ella; los móviles de última tecnología, con funciones que jamás utilizaremos y que reemplazamos una y otra vez con voracidad consumista; los potentes modelos SUV que abarrotan las vías de velocidad restringida y que conducimos henchidos como nuevos Indianas Jones urbanos; y no olvidemos los televisores cuyas pulgadas te hacen preguntarte cómo diablos podrán encajarlos en un salón de dimensiones estándar sin retirar el resto del mobiliario (aunque pensándolo bien, tal vez sea esa la famosa «realidad inmersiva»).

Ahora parece que también se han puesto de moda los yates. Hace pocos años no pasaban de dos o tres los que alcanzaba a ver, desde la terraza, fondeados frente a la playa. Hoy puedo contarlos por docenas.                                   

Nunca he presumido de nada (bueno…, sí, un poquito, de nietos), pero creo que va siendo hora de que lo haga a ver si alguien se apunta.

Mi vida es un puro reciclaje: cuando mis hijos y nietos (considerando neutros los  vocablos “hijos” y “nietos”) me traen ropa que ya no usan, antes de llevarla al ropero parroquial  o a cualquier otra institución benéfica, renuevo mi armario  y, a pesar de ello, creo que no hago el ridículo con mi indumentaria.  El resto en buen estado  -mejorándolo,  si  está a mi alcance hacerlo- se la entrego a un hombre que vive de la venta callejera de lo que le regalan. Lo mismo hago con otras cosas… De esta forma, aunque sea con algún sacrificio, puedo desprenderme de 2.000€ anuales en obras benéficas,  incluido algún que otro apadrinamiento.

 Aunque – mirándolo bien- la forma de enviar mi ayuda por conducto  bancario, me hace pasar por menos rumbosa a la hora de depositar mi donativo en las mesas petitoria para las instituciones a las que  contribuyo mensualmente. Reconozco que debería aplicarme aquello de  “que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha”, pero fastidia que en mi pueblo, que es en el que veraneo, mi óbolo no esté a la altura de algunos…

Decía al comenzar que frecuento poco este blog. Hoy lo estoy haciendo y vuelvo a echar mano de otra frase. En este caso es del poema de Mario de Andrade “Mi alma tiene prisa”  -que me he permitido trasladar a esta especie de diario-  el cual os aconsejo que leáis aquí o en Internet. Ya que me atañen, por los años que cuento, he elegido estas dos estrofas:

“Me siento como aquel niño que ganó un paquete de dulces: los primeros los comió con agrado, pero, cuando percibió que quedaban pocos, comenzó a saborearlos  profundamente […]

Si… tengo prisa… por vivir con la intensidad que sólo la madurez puede dar”.

Feliz final de verano a toda la gente de bien.