Hipersexualización

Tratando de ganar espacio en el ordenador, encuentro cosas que escribí y luego no recuerdo si las subí al blog. Como en este caso… Aunque peque de reiterativa, creo que vale la pena repetirse cuando el tema lo requiere:

 “Tengo 18 años y con pulsar el “clic” puedo acceder a todo lo que se me antoje”.

Se está normalizando el porno. ¿Cómo asimilan el niño y el adolescente ese caudal de pornografía y violencia, ese martilleo constante que tienen al alcance de la mano si no se pone tino? Porque también los niños pequeños lo tienen facilísimo con un móvil en la mano.

Lo afirmo y lo rubrico: hace años, cuando comenzaba a manejarme con el ordenador, dejaron en casa a dos de mis nietos pequeños. Como empezaban a  cansarse de jugar con los cachivaches que pude proporcionarles, se me ocurrió recurrir al ordenador: “Juegos de niños”, escribí.

Lo que apareció en la pantalla no voy a describirlo ni sabría, porque apagué el aparato a velocidad de vértigo; pero por lo poquísimo que pude ver hasta tomar conciencia de lo que realmente estaba viendo, puedo asegurar que se trataba de la más repugnante pornografía en la que el objeto de deseo eran niños.

Me faltó tiempo para comunicárselo a la policía, que no creo que hiciese o pudiese hacer gran cosa, a la vista del panorama actual. Estoy convencida de que el aumento de pederastia, incestos y violaciones en manada son consecuencia directa de lo que ven en las redes o como se llamen esos lugares a los que se tiene fácil acceso con el móvil. Todo es lícito con tal de aumentar la clientela, que es lo que realmente importa.

El otro día escuché a un psicólogo decir que “el móvil es un pequeño cine porno al alcance de los niños” y que los niños están erotizados sin saberlo. Que el porno on line se ha metido en la vida de los más pequeños sin que estén capacitados para asimilarlo y que durante la pandemia “la pornografía buitre, violenta, se cebó con los menores”.

Como bisabuela que soy, no creo que pudiese aportar gran cosa soltando una perorata que redunde sobre el tema ni tampoco me atrevería a decir que “cualquier tiempo pasado fue mejor”.  Pero entre col y col siempre está ese témino medio aristotélico.

Lo cierto es que el video que me envió mi amiga Magdalena e ilustra esta entrada -después de cerciorarme de que puedo subirlo sin ser sancionada- es lo que me motivó a escribir. Además de gustarme el mensaje que lleva implícito, me trae infinidad recuerdos: la charla de las dos mujeres -Laura y Lola- con las que me cruzo por el paseo marítimo en mis estancias veraniegas; el detalle de las chinas brincando por la superficie del mar en calma, lanzadas por los niños, actividad que sigo realizando cada verano buscando a lo largo de la playa de A Corna todo aquello que pueda ser deslizable sobre el mar y contar el número de saltos.

Gracias, por supuesto, a los excelentes autores y actores del vídeo.

PD. Quiero dejar constancia de que, en ocasiones, al utilizar el masculino para los dos sexos lo considero género neutro. A mi edad es muy difícil andar con distinciones.

Afonía persistente

No necesité más motivo que sentirme varios días sin voz, a causa de una afonía persistente potenciada por la configuración de mis cuerdas vocales (una de ellas, parética y la otra muy tocada) para darme cuenta del vacío que tienen que sentir muchos colectivos de personas con ciertas deficiencias: no poder ver, leer, oír, comprender…

Sé que se está haciendo mucho por ayudar a estas personas a través de organismos no gubernamentales; pero también creo que si nos lo propusiésemos todos podríamos cooperar de alguna forma en la consecución de que todo ser humano logre dar sentido a su vida: con una aportación económica por pequeña que sea, los que puedan  (un grano no hace granero, pero ayuda al compañero).

Hay otra manera de ayudar, quizá la más difícil, y es dedicar un poco de nuestro tiempo a acompañar a estas personas a lugares de esparcimiento. Mi hija mayor, a pesar de sus muchas obligaciones familiares y laborales, saca tiempo durante el fin de semana  para dedicarlo al servicio de personas con discapacidad física e intelectual. Me admira la satisfación y alegría que siente al regreso de acompañar a sus muchachos, como ella les llama. A veces aún le queda un ratito para dar un paseo conmigo o tomar una caña en una cafetería del barrio.

También mi nieta mayor acompañaba los fines de semana a su tía, desde niña, a hacer compañía a las personas acogidas en el “Cottolengo”. Creo que ello influyó en su elección de la carrera de Psicología como forma de conocer mejor a las personas más vulnerables y el modo  de ayudarlas. También hizo las prácticas en un centro para personas discapacitadas.

Quisiera pediros que procuréis inculcar en vuestros hijos el amor por los más débiles, por los que presentan alguna deficiencia que no les permiten alcanzar las metas deseadas. Tratad de ser  por unas horas sus guías, sus amigos, sus confidentes…   

Ópera barroca

Desde el comienzo de la pandemia había dejado de asistir a lugares concurridos, a no ser que se tratase de reuniones familiares y, aun así, con las debidas precauciones.

 Poco a poco fui  levantando la veda y empecé a frecuentar algunos espacios en los que se celebraban acontecimiento relacionado con la música -sobre todo-, comenzando por asistir a la asamblea que cada año celebra la  “ Asociación Amigos de la Ópera” de la cual soy socia desde hace más de cuarenta años, además de una de mis nietas. (Creo que en alguna entrada del blog comento de dónde partió mi afición a este género musical).

Y ya, puesta en camino, tampoco falté a la conferencia sobre ópera barroca que se celebró  en una de las salas que la Universidad Pontificia de Comillas de la calle Alberto Aguilera tiene dedicada a este tipo de eventos.

Me encantó la charla impartida por el profesor Rodrigo Guerrero (si no me falla la memoria, dada mi edad y las precarias condiciones físicas en las que acudí al evento): antecedentes de la ópera, obras precursoras del género, ópera renacentista -alusión a la creación de la Camerata Fiorentina- y ópera barroca; haciendo mención, entre otras muchas cosas, de la desaparición de diálogos y recitatos en favor del aria, vehículo idóneo para expresar las emociones. También se refirió a las diferencias entre la ópera florentina y la veneciana y del revuelo causado en la ópera francesa con la llegada de Lully a la corte de Luis XIV : la misma importancia a la danza que al canto; la llamada obertura francesa (lento, rápido, lento), opuesta a la italiana (rápido, lento, rápido), creación de Alessandro Scarlatti. Y muchas cosas con las que me haría más cacao mental si tratase de recordarlas.   

Magnificamente seleccionados los trozos de opera que fueron mostrados al público asistente en una gran pantalla, de los compositores: Francesco Cavalli, Claudio Monteverdi; Henry Purcell, y Georg Friedrich Händel. Sin olvidar los ballets franceses.

Complementó la charla, la espléndida actuación en directo de la soprano Sara Matarranz acompañada de la pianista Alicia Maroto.

Las dos últimas óperas barrocas a las que asistí en mi etapa gloriosa, fueron: “Rodelinda”, de Händel, en la temporada 2016-2017 y “La Calisto”, de Francesco Cavalli, en 2018-2019, de las que guardo grato recuerdo. De “La Calisto” dejé algún comentario en este blog. Con el Covid ya nada fue igual.

Al disfrute de la velada en la Pontificia, he de añadir que a mi hija, ajena por completo al mundo de la ópera y hasta se podría decir hostil a ella, salió encantada, tanto que no le importaría acompañarme de nuevo, y hasta la noté decidida a presenciar alguna función operística.

Lo que eché en falta fue alguna voz masculina en las proyecciones.

Para Ana

Aunque hoy tenía preparado un tema diferente para subir al blog, el caso es que he decidido -cambiando la tendencia impuesta por la pandemia de ir a misa el sábado, de la que creo haber dejado constancia en alguna publicación- asistir a misa de una en los Carmelitas de Arturo Soria, porque me apetecía escuchar el coro de jubilados que cada domingo nos deleita con sus canciones en esta misa y hoy entonaron un “Aleluya”  que, estoy convencida, el propio Haendel aplaudió  desde allí en donde se encuentre. Otro tanto podría decirse de las demás canciones que interpretaron a lo largo de la misa.

Finalizada la eucaristía, varios de los asistentes nos acercamos a felicitar a los integrantes del coro, entre ellos una señora encantadora que, según me dijo, no era asistente habitual a esta iglesia y al verme grabando la canción con la que nos obsequian los cantantes al finalizar la misa,  me pidió que se la enviase a su Wassap.

Pensé que si la subía al blog, la escucharían más personas y nos pareció bien. Lo peor es que soy tan mala manejando cualquier chisme electrónico, que todo, lo mismo foto que vídeo, me sale al revés. Además, al grabarlo desde un ángulo que no era el  más acertado, medio a hurtadillas, porque me da apuro acercarme demasiado a los cantantes, la música llega desvirtuada, no suena ni por asomos como si los cogiese más cerca, sin obstáculos.

A ver qué opina mi hija, que es la que añade las ilustraciones, pues yo me siento incapaz de tal proeza y los primeros trabajos que subí a este blog, sin adorno fotográfico, resultaban bastante pobres. Si no hubiese manera de enderezarlo, optaré por echar mano de algún otro vídeo que conserve de domingos pasados y esté un poco más presentable: no quedaría muy ortodoxo un video con los componentes del coro patas arriba.

1 de abril, bajo los soportales

He comentado en algún lugar de este blog lo calamidad que soy en cuanto a recordar fechas, fisonomías y nombres, entre otras cosas. Hace años me hice con una agenda para mayores y en ella escribí todos los acontecimientos importantes y el momento en qué ocurrieron. Pero aquel remedo de diario desapareció hace tiempo y no me he tomado la molestia de reemplazarlo. Y, ¡quién lo iba a decir!: revolviendo en una especie de baúl de los recuerdos jubilado, surgió el olvidado diario y en él fueron apareciendo una serie de fechas que me hicieron evocar momentos inolvidables. La más cercana, me ha sugerido relatar lo que a continuación quiero intentar:

Era el 1 de abril, por aquel entonces, festivo. A pesar de la fecha, el día amaneció calurosísimo, cosa insólita en Galicia. Mi amiga Genucha y yo nos dirigíamos, bajo los soportales de la “Rúa del Villar”, a nuestras respectivas residencias muy cercana la una de la otra.

No sé si por mitigar el calor y no, precisamente, porque nos atrajesen las joyas, hicimos un alto en el escaparate de la ilustración (“Malde”, creo que se llamaba la joyería).

A poco de pararnos, oímos que alguien decía detrás de nosotras: “Os invito al cine”. Nos volvimos. Se trataba de un muchacho alto y bien parecido, tal vez un poco delgado. Estábamos sin blanca y, en cuanto mi amiga oyó la invitación, aceptó sin pensárselo. Y eso que el muchacho más bien parecía dirigirse a mí. Pero puso una condición: “Si no estáIs a las ocho menos cuarto en punto en el lugar convenido, me marcho. Odio la impuntualidad”. Lo dijo de una forma tan tajante que no me gustó nada.

Mucho antes de la hora acordada, vino mi amiga a recogerme. Me hice la remolona, a pesar de su desesperación por miedo a quedarnos sin película: “¡Pero qué se cree ese!, poniendo condiciones -alegué- A las ocho menos cinco, como mucho, estamos allí y si  se ha ido es que no tenía demasiado interés en invitarnos”.

A pesar de que Genucha no dejaba de refunfuñar, aparecimos cuando comenzaban a dar las ocho las campanas da la catedral. Y allí estaba esperando el mozo. Recuerdo que la película que proyectaban era “Ana”, en la que Silvana Mangano, la protagonista, bailaba el “bayón”, que repitieron al final de la cinta como algo excepcional. Aquel baile que hoy resultaría hasta cursi, a mí me pareció de lo más provocativo y sentí apuro de verlo con un chico. Lo qué han cambiado los tiempos…

Nos conocimos el día uno de abril  y el ocho del mismo mes me marchaba de vacaciones. Ese mismo día me escribió asegurándome que si no recibía contestación inmediata, no volvería a escribirme. Y siguió escribiéndome al día siguiente y al otro, sin esperar  respuesta. Conservo todas sus cartas como el mayor tesoro, desde esta primera hasta la última, escrita el día antes de su muerte: más de dos mil, contando  las que le envié a él, que también las guardaba. Las suyas me parecen preciosa.

Mientras escribo siento una infinita nostalgia. No puedo decir soledad, porque me ha dejado el magnífico legado de mis hijos nietos y bisnietos (todavía no me he adaptado a los cambios en el idioma y sigo utilizando el género neutro); pero compartirlos  de forma tangible, sería algo tan sublime que no puedo siquiera imaginarlo.

Y quí lo dejo.  Son tantos los recuerdos que mi alma flaquea.

PD: En la carta publicada, no he omitido ni añadido siquiera una coma. Agrego la primera hoja manuscrita en la que figura la fecha.

*****

Santiago  8-4-54        

Sta. Mª del Carmen González F.

Palmeira

 Mª del Carmen:  Hace un rato, mientras cenaba, me acordé de nuestra charla de la tarde; decías: Si me envías la carta a la mañana la recibiré a la noche; pensé, entonces, que si antes te escribía, antes tendría tu respuesta y con ello algo tuyo, que creo que en estos días notaré de menos. Decidí, entonces, escribirte hoy mismo; así que ahora,  a las 11 1/2 de la noche, solo en mi piso, comienzo la carta y así me imagino que estoy a tu lado.

Dicen que cuando más se aprecia una cosa es cuando falta y eso, precisamente, es lo que a mí me sucede; sólo hace escasas horas que te he dejado y ya me parece que pasó un siglo. Los días que estuviste en ésta, al despedirme a la noche, pensaba: la veré mañana,  y eso me alegraba; ahora sólo puedo repetirme que tendrán que pasar muchos día para que vuelva a estar a tu lado y creo que es, precisamente eso, lo que hace que note más tu ausencia y mayores deseos tengo de comunicarme en alguna forma contigo.

No te voy a decir que pasé toda la tarde pensando en ti , ni que estoy amargado por tu ausencia, puesto que sería una gran mentira; pero, la verdad, es hoy uno de esos días (mejor dicho, noches) que me encontré más solo. Arnoya se marchó a la noche, los otros dos compañeros también faltan y, para colmo, tú no estás y todo eso hace que estas horas me sean pesadas y lentas.

Neniña, creo que fueron pocas las ocasiones que pudimos dedicarnos a nosotros, a pensar en la posición en que estábamos el uno con respecto al otro; unas veces fue debido a la presencia de tus amigas, otras veces lo fue por tus “ausencias injustificadas”. Ahora me da la sensación de que estamos solos y que, por lo tanto, podemos confiarnos el uno en el otro:

Tú sabes que cuando te conocí, te dije que llevaba varios días tratando de hablarte y que físicamente me agradabas. Me acerqué a ti a probar fortuna, con la esperanza de que tu carácter estuviese de acuerdo con tu aspecto físico. Y sucedió, me agradaste. Cuando te esperaba y no aparecías me incomodaba y me decía a mí mismo que era un imbécil y que por una mujer no valía la pena ponerse de malas;  decidía que al día siguiente no saldría a la mañana y sin embargo volvía a reincidir y cuando te veía, un algo interior me hacía recobrar el humor. Algunas noches, al acostarme, pensaba si ese agrado que por ti sentía no sería cariño y me decía: es imposible, ¡llevamos tan poco tiempo! Sin embargo me dormía pensando en ti, ¡aún me acuerdo cuando solo, en mi habitación, me reía a carcajadas al acordarme del detalle de las fotografías de pescadora! Y cuando me levantaba, estaba deseando que llegase la una para volverte a ver sonreír y mirar esos ojos que parecen ocultar tantos pensamientos. En fin,  todas mis horas giraban alrededor de tu persona. Ahora pienso: o estoy majareta perdido o me estoy enamorando de esa chiquilla. ¡Yo, que me reía de aquellos que decían estar enamorados!

Y ¡qué le voy a hacer! Me agradas y si por Dios está dispuesto sólo pido que continúe todo así, si esto es para traernos la felicidad a los dos. Claro está que yo estoy hablando demasiado; aún no se cómo recibirás estas letras, ni lo que piensas con respecto a mí; pero nada me cuesta expresarte mis sentimientos y tú, por otro lado, eres muy libre de reservártelos.

Mª del Carmen, se que estarás entretenida en tu casa y pasándolo bien en tu “gran ciudad” y es casi seguro de que para nada te acordarás de mí (y conste que lo digo como lo siento), pero si al recibir ésta, no me contestas inmediatamente, pensaré que no sólo no me recuerdas sino que no te intereso nada ¡y esto no lo desearía por nada del mundo!

Te quiero,

Rafael

                                                                       


Maia y el boli naranja

Me encontraba inmersa en la lectura de “El infinito en un junco”, obra a la  que me llevó  la magnífica reseña de Luna Paniagua, cuando tuve conocimiento de la edición en papel del libro de esta reseñadora, “Maia y el boli naranja”, con el que debuta como escritora para deleite de muchos de nosotros.

Necesitaba hacer un alto en la lectura de la  extensa obra que me traía entre manos, y el libro de Uxue, por su extensión e ilustraciones atrayentes, me pareció muy indicado. El problema era que, al tener la exclusiva de su venta Amazon y no poder hacerme con él en mi librería habitual, no tuve más remedio que esperar unos días para poder obtener el libro, puesto que no estoy al tanto de estas nuevas  modalidades de compra.

Al ser erudita en nada, con los libros que leo me ocurre como con las óperas, obras de teatro o conciertos a los que asistía antes de la pandemia: me gustan según las sensaciones que me transmiten (de algunos dejé constancia en este blog) y a eso ciño mis comentarios.  La cuestión académica la  dejo para los entendidos.

El libro de Uxue me ha hecho revivir multitud de momentos, sobre todo de los que fui espectadora en mis años de docencia, cuando los cambios de valores producidos en la sociedad costaba asimilarlos y mucho más a los chavales que iniciaban la adolescencia.

Se trata de un libro escrito en un lenguaje sencillo, ágil y claro que llega a todos, grandes y chicos, en el que las dos versiones de un mismo cuento, mantienen la intriga hasta el final.

Pero, sobre todo, la grandeza de la narración radica en su sencillez. Creo que es un cuento didáctico que invita a meditar.    

Espero que del bolígrafo verde que le regaló su madre, salga pronto a la luz  otro bonito cuento que, estoy segura,  tiene más que pergeñado.

Adicta al peso

Lo mire por donde lo mire, puedo asegurar que tengo adicción al peso. Sí: a salir más cargada que el burro de la fábula de cualquier tienda en la que entro. Los conductores de mi línea de autobuses pueden dar fe de ello. Sólo de las tiendas de comestibles, eso sí.

Ese día le tocó el turno al supermercado de unos grandes almacenes. Era hora punta y el autobús venía a tope. Coloqué las cuatro bolsas en el suelo (mi intención al entrar en la tienda era la de comprar un bote de especias exóticas que, como en otras ocasiones, acabaría tirando sin abrir por pasarse de fecha) y me agarré al asiento en el que iba sentada una señora bastante robusta. Dos o tres paradas más adelante, la señora hizo ademán de levantarse. Coloqué las bolsas lo mejor que pude y reculé para dejarle el camino expedito.

De pronto, alguien me da unos golpecitos en la espalda diciendo:

-Oiga, este sitio lo iba a coger mi mujer.

El sitio en cuestión quedaba a la altura de mis posaderas, pero se da la casualidad de que yo no tengo visión en esa zona.

Miré al hombre –bastante joven, por cierto– diciéndole que yo no pretendía quitarle el asiento a nadie. Sólo trataba de facilitarle la salida a la señora del otro lado del pasillo.

A todo esto, el sitio que dejó la señora fornida se lo adjudicó rápidamente una joven que se enganchó al móvil tan ricamente.

Volví junto a las bolsas. Al poco rato siento de nuevo unos golpecitos en la espalda.

Otra vez el mismo hombre:

-¡Perdone!, creí que era usted más joven.

Eso fue todo…

Pasado un rato, sólo se me ocurrió hacer este comentario con todo el potencial de voz que me era posible, ya que me encontraba aquejada de faringitis:

-¡Hay que fastidiarse…! Me llaman vieja, me birlan el sitio, y aquí sigo estoicamente de pie.

“Son para un cesto”, que dirían en mi pueblo.

Cené con él en el río Moldava

Soy una calamidad en cuanto a recordar fechas y, todavía más, en no dejar anotadas las de los acontecimientos  importantes: como mi visita a Praga, que no sé si ocurrió hace diez o más años. Lo que sí puedo asegurar es que me encantó la ciudad y sus alrededores y que me ocurrieron multitud de peripecias, por suerte, con buen final. Menos mal que mi compañera de viaje chapurreaba el inglés y gracias a eso fuimos saliendo del paso; porque con el idioma español no había manera de hacernos entender en los países del Este. Para completar, más de una vez, hicimos por nuestra cuenta alguna salida que no estaba programada  y acabamos perdidísimas.

Por más que trato de recordar, creo que ninguna de las dos disponíamos de móvil y si existían no eran tan sofisticados como los de hoy. Sin embargo recuerdo haber hecho una serie de películas con una pequeña cámara (“andandará”) que me gustaría encontrar y ver si son recuperables los vídeos.

El hecho de mentar mi visita a Praga -y otros países vecinos- se debe a que escuché en Radio Clásica que hoy, dos de marzo, se cumple el doscientos aniversario del nacimiento del compositor checo Bedrich Smetana. De este compositor conocía “El Moldava”, uno de los seis poemas sinfónicos que componen “Mi patria”, y la ópera “La novia vendida”.  Para mí no era un compositor desconocido, pero la figura de Dvorak eclipsaba a la suya. Fue a raíz de una cena en barco por el río Moldava, precisamente, cuando tomé conciencia de la importancia de este compositor y comencé a interesarme por su vida y su obra.

Bedrich Smetana, cuya existencia se desenvolvió en una época de exaltación nacionalista, fue el primer compositor bohemio que no se estableció fuera de su país. Emigró, lo mismo que hicieron otros muchos músicos checos, pero él volvió con el propósito de permanecer en su patria.  Se podría decir que la música nacional checa nació con él. Pero su nacionalismo no significó para nada  sinónimo de exclusivismo, de rechazo a las influencias diferentes, sino que las adaptó a su manera de sentir. Por esta razón muchos compatriotas lo tildaron de extranjerizante y le hicieron la vida imposible, como sucedió con otros músicos checos.

Para mi la vida de Smetana encierra momentos de similitud con la de Verdi: primeros estudios con maestros locales; precocidad en el dominio del teclado;  protagonismo revolucionario trasladado al pentagrama (“Canto a la libertad” y “Va, pensiero”); la muerte prematura de sus hijos y de su primera mujer…

Si tenéis interés en conocer la vida y obra de Smetana, seguro que en Google podréis documentaros largo y tendido. Yo sólo pretendo recordar que hoy se celebra el doscientos aniversario de su nacimiento.

Hacer el amor

Hoy, que procuro conectar con los jóvenes (cualquier lugar es bueno: esperando el autobús, con los perros en el parque…, siempre se encuentra algún motivo para hacerlo), observo que encierran una serie de valores que parecen faltar cuando están en grupo, distanciados entre sí ajenos a lo que les rodea, como si no se conociesen, sólo pendientes de los móviles.

Hace unos días comencé a ver en televisión un documental sobre la pornografía infantil, edad de inicio… No llegué a verlo completo porque me aterró observar a lo que están expuestos nuestros hijos (en mi caso, nietos y bisnietos) si alguien capacitado no toma cartas en el asunto. No sé de qué forma, pero al menos buscando la manera de sancionar sin miramientos a los que trafican con el sexo de forma indiscriminada  y también poniendo trabas  al acceso de los menores a lugares poco convenientes.

Y no quiero con esto volver a la época en la que creíamos que “hacer el amor” se refería simple y llanamente al acto de pretender un chico a una chica, algo a lo que hoy diríamos “tratar de ligar”. O, según me aclara mi nieto, «tratar de enrollarte» (aunque quizás esto último signifique aspirar a un poquito más que el mero charleteo).

Pero como  creo haber comentado el tema  en otra entrada, aquí lo dejo. Sólo constatar que lo que en tiempos de mi madre tenía un significado de lo más inocente, hoy chocaría oírlo en boca de una persona de más de cien años: “Yo no tuve más que un novio, mi marido; pero me hicieron el amor muchos jóvenes”.  Para mi madre era la expresión más natural. Todo cambia.

Miércoles de Ceniza

Antes de la pandemia, el jolgorio de los niños disfrazados por la escalera anunciaba que estábamos en fechas de Carnaval. Para colmo, este año me olvidé de comprar “EL Taco” (“Calendario del Sagrado Corazón” que vengo adquiriendo, podría decirse, desde que tengo uso de razón), principal causa de mi olvido de fechas tan señaladas tiempos atrás, puesto que en los demás calendarios no aparece alusión alguna a esas fiestas.

El caso es que, el miércoles día 6, convencida de que era miércoles de Ceniza (no me preguntéis por qué), día en el que asistíamos a misa mi madre y yo, y cuando ya no podía acompañarme hacíamos un trasvase con la ceniza que traía en mi frente, pues allá me fui.

Pero en esta ocasión, como disponía de tiempo, decidí ir andando hasta la iglesia de Jesús de Nazaret en Manoteras, parroquia que frecuentaba antes de la pandemia, ya que, además de darme una buena caminata, me gusta el ambiente de hermandad y camaradería que se respira y las canciones de los asistentes que me recuerdan a las de mi pueblo.

Cuando llegué a la capilla -los días laborables se celebra la misa en un recinto más pequeño- los bancos estaban ocupados, sobre todo en los extremos, y por no causar molestias me senté muy cerca del altar.

Estaba comenzando la misa cuando caí en la cuenta de que no había apagado el móvil y precisamente a esa hora suele llamarme mi hijo a la salida del trabajo y no hablemos de los posibles spam que suenan a las horas menos oportunas.

Procurando hacerlo con el mayor disimulo, saqué el móvil del bolsillo y traté da apagarlo. Pero por más que apretaba el botón lateral de apagar, lo único que lograba era que apareciese un rótulo con esta pregunta: “Hola, ¿cómo puedo ayudarte?”. Y si sólo se tratase del rótulo…: a continuación una voz me preguntaba si necesitaba ayuda.

Sin saber qué hacer y viendo que el cura no me quitaba el ojo de encima (o me lo parecía), metí la mano en el bolsillo apretando con fuerza todas las teclas, única manera de que no sonase, y así estuve buena parte de la misa. Menos mal que durante la Comunión comenzaron a cantar todos los asistentes, lo cual me animó a soltar la mano del móvil, comprobando que nada anormal ocurría.

Lo que me pareció extraño es que no nos pusiesen la ceniza en la frente. Pregunté a unas señoras a la salida de misa y me dijeron que eso ocurría el Miércoles de Ceniza. “Pero si es hoy”, dije. “Está usted confundida, es el próximo miércoles”, aseguraron.

De todos modos me alegro de haber ido a misa a Manoteras, pues a la salida estuve charlando con unas señoras encantadoras que me pusieron al corriente de los horarios de misas y todo lo que pudiese interesarme relacionado con la parroquia.

Sequía

Hace ya bastantes años, una vecina subió a mi casa a pedirme si podía dejar a terminar de cocer en mi cocina el caldo que estaba preparando,  ya que se veía obligada a salir en aquel momento. También trajo un barreño con la verdura, rogándome que no tirase el agua, puesto que ella la utilizaba para regar las plantas.

En un  primer instante me quedé algo extrañada; pero enseguida  caí en la cuenta de que no se trataba de una muestra de tacañería en una persona de probado generosa, sino de una actitud de cooperación ciudadana y de protección del medio ambiente.

Aunque siempre traté de ser comedida en el uso de energías no renovables y otras situaciones  que pudiesen perjudicar a terceros, la actitud de mi vecina me dio un toque de atención para mejorar todavía más mi comportamiento.

Todo este preámbulo viene a cuento de que, hace unos días en la tele,  un periodista preguntaba a una ciudadana qué hacía ella para reducir el gasto de agua ante la persistente  sequía que estamos padeciendo.

-Recoger en un cubo el agua de la ducha hasta que llega caliente- respondio la señora toda orgullosa.

-¡Pero si eso es lo que vengo haciendo yo desde los comienzos de la primera sequía…! -pensé en alto-. Y no sólo eso: como tengo varices en una pierna y después de la ducha le doy una buena remojada de agua fría, no me llega un solo cubo. Con esa agua no sólo riego las plantas, también pongo recipientes sobre los radiadores para humedecer el ambiente o lo que sea necesario.

Un poco latoso sí que resulta, sobre todo tener atravesados los cubos en la ducha. Pero pensemos que “servir de algo al rey” (otra de las expresiones de mi abuela), vale la pena. Y te aporta esa agradable sensación de estar haciendo algo más que esperar el desenlace mano sobre mano. En particular, si este rey tiene por nombre Sequía.

Y si no, probadlo vosotros mismos.

Callejeando

¡Quién me iba a decir que, después de tantos años, volvería a frecuentar los lugares por los que callejeé con mis tíos y primos en mis cortas permanencias  juveniles en Madrid! Es cierto que en ocasiones, en las múltiples estancias en la capital –diecisiete traslados de domicilio y ciudad dan para mucho-, procuraba hacer alguna incursión por la zona recordando tiempos; pero el hecho de que una nieta mía viva hoy en Clara del Rey, es motivo de menudear mis visitas por aquellos lugares.

Aunque  ya nada es lo que era…, he de confesar que la esencia de aquella etapa todavía se respira por algunos  sitios: los jardines de Prosperidad,  el colegio de los  Claretianos en donde estudiaban mis primos y en cuya capilla oíamos la misa dominical… Y la querida Colonia del Pilar en la que realizábamos nuestras correrías. Creo que esta colonia es lo único que no ha variado. De la calle Gómez Ortega,  cuajada de “hotelitos”, en uno de los cuales vivían los padres de mi tía, no queda nada.

Uno de los lugares que dejaron huella cuando fui creciendo es el desaparecido “Bar San Juan”, al que acudía a tomar las “cañas” con mis tíos y conocidos a la salida de misa. Disfrutaba con las charlas de aquellas personas encantadoras y sencillas, sobre todo con Pepita, una amiga de mi tía a la que el médico había prohibido beber -a causa de una afección cardíaca-  más de un vaso de vino al día. Y  ¡vaya si seguía escrupulosamente el consejo del galeno!:

-Manuel, sírveme mi vasito del domingo –le decía al camarero.

Y Manuel le servía un vaso –ni uno más-, pero tan grande era aquel vaso que tenía capacidad para tres de los normales.  Por lo menos.

Y las vaquerías… Recuerdo que bajábamos a comprar la leche recién ordeñada en una de la calle Quintiliano.

Lo que me encantaba era escuchar las historias contadas por mi tía Charito a las que imprimía una gracia especial su ligero tartamudeo. Me impresionaban los relatos de los episodios acaecidos durante la guerra civil, que ella vivió con poco más de veinte años. Sin embargo, aunque ponía pasión en lo que contaba, nunca se notó una chispa de resentimiento hacia nada ni nadie. Ella era así.

Pero mi recorrido de hoy no se circunscribió  solamente a la zona de mis andanzas juveniles: por error subí a un autobús que no era el indicado (más que por error, porque el autobús habitual tardaba quince minutos en llegar y por aquello de que “todos los caminos conducen a Roma” y el abono transporte permite realizar los cambios que se te ocurran), sin percatarme de que en Concha Espina se desviaba hacia la Castellana y ese no era mi camino.

En los trayectos largos, dentro de la ciudad, tengo por costumbre leer y mucho mejor si pillo el asiento que queda detrás de la cabina del conductor, el más tranquilo (a pesar de que, según las estadísticas,  es el más peligroso en caso de accidente, supongo que en los viajes por carretera). Y, claro, enfrascada en la lectura, no me di cuenta de mi metedura hasta levantar la cabeza en el Paseo de la Castellana y ver el rótulo del Corte Inglés.

Como tenía muy mala combinación para llegar al sitio que me proponía -para recoger unas gafas- opté por hacer gran parte del camino a patas. Y, aunque en el trayecto me vi en situaciones dignas de ser narradas, no quiero alargar más mi relato. Sólo comentar que a mi regreso a casa, cuatro horas después, volví a coger -ya es casualidad- el mismo autobús que me había dejado en Castellana, pero en dirección contraria. El conductor se tronchaba de la risa y me sugirió que no me apease, puesto que dos paradas más adelante tenía una manera más cómoda de llegar hasta mi casa.

Para dejar constancia de mi periplo, he tomado alguna foto de los lugares por los que deambulé, aunque la luz del sol me deslumbraba y no valen gran cosa;  pero sí como documento  que lo acredita.

He de reconocer que llegué a casa como si llevase a la espalda un saco de patatas; pero considero que, para una bisabuela con bisnietos adolescentes, es todo un desafío.

Adolfo

Lo conocí hace años cuando comenzó a colocar el tenderete en el borde de un enorme  macetero que rodeaba a un añoso árbol del parque. No era un hombre mayor, más bien de mediana edad tirando a joven, aunque de aspecto enfermizo, siempre impecable en su sencillo atuendo de ropa que otros habían vestido y más tarde le regalaban.

Tardé bastante tiempo en acercarme a curiosear de cerca los objetos expuestos a la venta, pero cuando lo hice me convertí en asidua surtidora del vendedor, procurando que aquello que le llevaba estuviese en las mejores condiciones. Sobre todo si se trataba de ropa. Muchas veces procuraba dejársela expuesta de forma que luciese.

Una mañana de primavera lo encontré más elegante que de costumbre: vestía unos pantalones blancos, camisa a cuadros y un jersey de perlé azul marino.

-¡Caramba, Adolfo, hoy estás impecable!

-¿No reconoce la ropa?

-Pues…

-¡Es de su hijo! –aseguró feliz-. Descubrí que tiene mi misma talla y todo lo que es suyo me lo quedo.

A veces desaparecía unos días. Casi siempre lo hacía por enfermedad.

En una ocasión lo encontré bastante desmejorado. Me contó que había estado cuatro días en cama a causa de unos dolores articulares, que le habían regalado una manta eléctrica y con el calor se sentía mejor; pero le cortaron la luz por falta de pago y había vuelto a empeorar.

Era la primera vez que solicitaba algo, aunque no fuese de forma manifiesta, y no tuve reparo en darle dinero para que pagase la luz. Al día siguiente me dijo con evidente alegría que le habían conectado la corriente eléctrica de inmediato.

Fueron pasando los años sin grandes cambios. Los vecinos surtíamos al vendedor de los objetos más diversos y alguna contribución monetaria. Yo solía comprarle también vinilos un poco deteriorados y algún libro. Se hacía el reticente a la hora de cobrarme.

-¡Pero cómo pretende que le cobre con todo lo que me trae!

-Faltaría más…

Unos días antes de las vacaciones de verano encontré a Adolfo en la parada del autobús.  Cogimos los dos la misma línea y en las pocas paradas que fuimos juntos me contó lo mal que lo estaba pasando a causa de la falta de dinero y lo imposible  que se había puesto la vida.

-Pero Cáritas y otras entidades benéficas supongo que cubrirán gran parte de tus necesidades.  Al fin y al cabo vives solo, no tienes una familia  que mantener (a pesar de estar separado, con hijos mayores, la relación familiar era nula)- argumenté.

-Es que la señora que me ayudaba ya no está en Cáritas- alegó.

-Pues haz una cosa: a las personas que pasan por tu puesto exponles lo que me estás contando- respondí sin demasiado entusiasmo.

Volví de vacaciones. Al ver que pasaban los días y Adolfo no montaba su tenderete, pregunté a una vecina si conocía la causa.

-Adolfo  murió hace poco menos de un mes. Es todo lo que sé…

Me quedé desconcertada y muy triste. Me hubiese gustado ser menos incisiva en mi última conversación con él.                         

Abrigo de astracán

Como el parte meteorológico anunciaba un acusado descenso de temperatura para los días navideños, comencé a hurgar en el fondo de un armario, de puertas correderas que se desplazan con gran dificultad, en el que guardo la ropa que menos utilizo.

El caso es que había varias piezas que tenían su anécdota, entre ellas: un abrigo tobillero de astracán que compré a cómodos plazos en unos conocidos grandes almacenes, a poco de reinaugurarse el Teatro Real, y un traje de terciopelo morado con irisaciones negras que me hizo mi madre para la ocasión. Dudo mucho que ahora volviese a comprar un abrigo de esas características, pero por aquellas fechas, los abrigos de pieles se consideraban el sumum de la elegancia y una eficaz forma de protegerse de las inclemencias.

Recuerdo -cómo lo iba a olvidar- que la ópera que se ponía en escena en plenas fiestas navideñas era “Porgy and Bess”, que me encantó al tiempo que causó tristeza.

Acabada la función bajé los tres pisos que separaban mi localidad del vestíbulo del Real. No sé si por ser de mármol, u otras razones que no creo necesario enumerar, siempre consideré los escalones del Teatro Real bastante peligrosos en las bajadas. En aquella ocasión, además, la altura desacostumbrada de los tacones y el largo exagerado del abrigo, me obligaban a recoger éste de forma que no se enganchase en los zapatos.

Estaba llegando al vestíbulo abarrotado de gente cuando me di cuenta: una gran franja blanca (si sólo fuese blanca…) se iba extendiendo cada vez más por los bajos de mi vestido.

No entendía nada. Lo único que se me ocurrió fue cerrar el abrigo de golpe con peligro de pegarme el gran batacazo ante tanta y tan elegante concurrencia.

No necesité pensar mucho para darme cuenta de lo que había ocurrido…

Al llegar a casa:

-Mamá, ¿se puede saber que has hecho con el precioso forro que compré para el vestido?

-No se te ocurriría pensar que iba a gastar una tela tan buena en un forro que no se ve… Aproveché unas combinaciones viejas.

-También podías haber pensado que las telas se electrizan con el roce.

El episodio quedó en una anécdota, pero el recuerdo lo tengo grabado y hoy lo estoy reviviendo con el hallazgo de las piezas de ropa que vestí para la ocasión.

Lo que no sé es qué me hace sonreír más al recordarlo: mi imagen descendiendo por las escaleras perseguida por un trozo de combinación o el carácter sin igual de mi madre que tantas anécdotas nos ha proporcionado a todos los miembros de la familia. ¡Este post va por ti, mamá!

Más de gafas

Desde hace unos días llevo  buscando, en las carpetas que guardo en los maleteros, algún documento que acredite que el reumatólogo  que me diagnosticó en el año 2000  la  artritis reumatoide  que vengo  padeciendo, es el mismo  que describí en mi anterior entrada y no otro.  Hay algo que no encaja en el tema de la jubilación; pero, aun así, creo que se trata de la misma persona.

 Con los años mi memoria, que nunca gozó de buena salud, mengua a marchas forzadas y, a pesar de intentar documentarme acudiendo  al mismo hospital en el que prestó sus servicios el reumatólogo que tan generosamente me atendió, los nombres a los que tuve acceso no pasaban de la plantilla actual. El único que parecía coincidir con lo que buscaba, un tal doctor Mohino, lo encontré después en Google y no encajaba con el informe que me dieron hace años, cuando volví al Ramón y Cajal y me informaron de que a mi reumatólogo lo habían sustituido por jubilación anticipada a causa de una artritis reumatoide, a lo que alguien añadió que ese doctor  había fallecido.  Por todo  ello me entra la duda de que el doctor que aparece en Google sea el que  busco. Para acabar de remachar el clavo, soy una calamidad intentando recordar nombres y fisonomías, y el doctor Mohino que  recuerdo tenía el pelo oscuro y no lucía bigote, lo que dificulta todavía más su identificación.

Aunque mi intensa búsqueda no dio resultado en cuanto a la identidad  del médico, sí lo surtió en otros aspectos: viendo que anuncian frío intenso para esta Navidad, pensaba comprar algunos pares de medias de lana. Y, ¡mira por dónde!, de una caja salieron multitud de medias de diferentes colores, igualitas a  las que pretendía comprar, las cuales llevaban años en el maletero a causa del poco frío que hizo en los últimos inviernos. Lo mismo me ocurrió con un stock de jerséis de cuello alto, gorros y boinas. Me quedaré con algunos y los demás es buena ocasión el depositarlos en un contenedor de “Humana” para que otros puedan disfrutarlos a bajísimo costo.

Y no quedó ahí la cosa…, también encontré una serie de objetos variados cada uno con su historia. Por ejemplo: un surtido de gafas destartaladas que, a pesar de llevar en el maletero más de treinta años, veo casi a la perfección con varios pares. Lo malo es que casi todas carecen de  patillas o presentan algún otro deterioro y son gafas de lectura que suelen regalarte en la óptica cuando encargas otras de más valor. No sé qué me ocurre con las condenadas gafas, que las pierdo a poco de comprarlas; por tal razón, últimamente ni siquiera acudo a la óptica sino que las compro en una farmacia, pues resulta más cómodo y barato.

Pero confieso que las próximas me las hago con todas las condiciones exigibles, aunque tenga que llevarlas sujetas con cadena y ésta prendida a la ropa con imperdibles: en una ocasión utilicé el sistema de la cadenita de marras y los cristales de las gafas más caras de mi vida se hicieron añicos por no llevar la cadena colgada alrededor del cuello.

Por cierto que, poco después del hallazgo de las gafas, vino a casa una de mis hijas y dice, nada más verme:

-Mamá, no sé si te habrás dado cuenta de que llevas las gafas con un solo cristal.

No. No me había dado cuente, porque el caso es que uno de los ojos no necesita graduación (o necesita tanta que habría un desfase entre los dos ojos). Pero este episodio sería tema para otra historia.

Podía continuar enumerando hallazgos… Mejor lo dejo para otra ocasión.

Que el 2024 nos sea propicio a todos.