Por aquel entonces era joven y de buen ver. Hago la aclaración porque la considero necesaria.
Esperaba el autobús que me dejaría a la puerta de unos grandes y conocidos almacenes en los que comenzaban las rebajas de invierno. Aunque no pasarían más allá de las seis de la tarde, el día se había convertido en oscura noche a causa de una espesa llovizna.
Paseaba de un lado a otro de la marquesina —algo habitual en mí cuando espero el autobús— enfundada en unos pantalones vaqueros y un juvenil anorak que compartía en ocasiones con el mayor de mis hijos.
Al poco rato se paró un coche ante mí. Era un modelo poco común, al menos para mí que no distingo un Alfa Romeo de un Citröen C4, por decir algo. La persona que lo conducía —un hombre— bajó el cristal de la ventanilla y, dirigiéndose a mí, dijo: Sigue leyendo