Cuando me vine precipitadamente a vivir a Madrid —a los pocos días de la muerte de mi marido—, no me quedó otro remedio que dejar casi intacta mi casa de Galicia y meterme con mis hijos en un apartamento amueblado de la capital. Como el apartamento resultaba excesivamente caro e incómodo, puse en venta mi piso a través de una agencia inmobiliaria, dándole a mi madre —residente en Galicia— plenos poderes para realizar la operación.
Era un sábado a mediodía. Me encontraba preparando la comida cuando sonó el teléfono. La llamada provenía de la agencia inmobiliaria: tenían una posible compradora. Contactaban conmigo para pedirme que fuese con la máxima urgencia a la oficina de telégrafos más cercana y enviase un telegrama en el que les otorgase licencia para vender el piso. Ellos mismos me dictaron el texto del telegrama.
Aunque les recordé que mi madre tenía plenos poderes para realizar la venta, parecía ser que la compradora se veía en la necesidad de ausentarse con urgencia —a causa de un inesperado viaje— y quería asegurarse de que a su vuelta podía contar con el piso. Les pareció que poniéndose en contacto conmigo se agilizaba la operación.
Como casi era la hora de cierre, dejando a un lado lo que me traía entre manos, salí disparada hacia la oficina de correos. La cogí abierta por los pelos.
De regreso a mi casa sonaba el teléfono sin tregua. Al otro lado del hilo escuché la voz de mi madre tremendamente soliviantada: me advertía que la agencia inmobiliaria —entre otras irregularidades— pretendía que la «posible compradora» dejase sus muebles y pertenencias en mi piso (previo pago de una entrada de 300.000 pesetas) hasta su regreso de Argentina sin fecha determinada.
Por supuesto, mi madre —más sagaz que yo— se negó a firmar algo que no veía demasiado claro.
Angustiada e indignada llamé a la inmobiliaria comenzando por decirles que eran unos auténticos caraduras.
—Usted sí que es una buena pieza— me respondieron.
—¡Esto ya es el colmo! ¡Encima me insultan…!
—¿Y qué esperaba que le dijese ante tanta desfachatez…?
—Es que no comprendo absolutamente nada…
—No se haga la tonta, señora! Sabe muy bien que en el telegrama ha puesto 3.000.000, en vez de 300.000 pesetas.
—¡Bendito cero!— exclamé.
Ja, ja, ja. Muy bueno, como solemos decir aquí ” engañáchete o teu favor “. Pues, ¡¡ bendito cero !!
El dinero es como un sexto sentido: sin él no podríamos desarrollar los otros cinco.
Besiños palmeiráns
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No da la felicidad, pero facilita la vida un chisco.
Gracias por tus cariñosos comentarios.
Biquiños palmeirans e madrileños, metade e metade.
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He vuelto a releer ” EL MAESTRO ” y todavía me ha gustado más que la primera vez ( que ya es decir ) He puesto el título con mayúsculas porque las minúsculas harían el cuento más pequeño y aunque este relato es corto en líneas es de contenido superlativo.
Continúa deleitándonos con tu imaginación, querida prima.
Moitos biquiños para todos.
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