Esperaba el autobús en una calle contigua a la mía. Se para un coche y, por la ventanilla, me preguntan una dirección. Me conozco y, si no estoy completamente segura, prefiero decir “lo siento”.
Pero en aquella ocasión no tenía la menor duda. Así que les expliqué con todo detalle el recorrido que más les convenía, puesto que la calle en cuestión no tenía acceso por Arturo Soria, que era la calle en la que nos encontrábamos.
Poco me duró la satisfacción de haber sido útil: acababa de arrancar el coche cuando caí en la cuenta de que sus ocupantes me preguntaron por la calle de la Condesa de Venadito ¡Y yo los mandé a la de la Duquesa de Castrejón!
Se ve que los títulos nobiliarios me la jugaron.